ideas diferentes

La fábula de los dos niños

Pecas Casiopea

Desde chaval me gustó mandar. Era divertido.

Logré que cuatro compañeros del parvulario creyesen que eramos mucho mejores que los demás porque los cinco teníamos una peca en el antebrazo derecho y éso, les dije, nos daba un poder increíble sobre los demás. Les dije también que nuestros padres eran especiales y por eso nosotros también lo éramos. Y me creyeron. Así llegué a ser líder por primera vez.

Ya más mayorcito, en la universidad, volví a hacer lo mismo pero argumentando que eramos los elegidos por la diosa de la sabiduría y, por descabellado que parezca, me creyeron otra vez. ¡Y yo que pensaba que en la universidad había mucha gente inteligente! Así pude manipular algunas almas blandas que buscaban el reconocimiento y la aceptación en el grupo. Los seguidores se hicieron innumerables y pensé que me daban mucho poder. Así lo parecía.

Un día quise poner en práctica todo mi autoridad y defendí a capa y espada a un alumno que tenía unas ideas completamente diferentes a los demás y que había tenido un altercado con uno de mis lugartenientes. Pensé que, si era capaz de ejercer mi poder de esa manera, éso era verdadera supremacía. Pero fallé. De repente entendí que me había convertido en esclavo de mi propia creación, que solo me seguirían si les apoyaba abiertamente como grupo.

Ese día llegó la verdad a abofetearme con tal fuerza que me hizo despertar. Y apostaté de mi mismo, dejé de tenerme fé. Entonces creí haber encontrado el verdadero camino pero estaba cerrado y al salirme de él, me perdí.

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Desde chaval me gustó desobedecer. Era divertido.

Un compañero mío quería convencerme de que era especial y mejor que los demás por tener una peca en el antebrazo derecho. Me reí con tal fuerza que tuve hipo por casi media hora. Nada me lo quitaba, ni bebiendo un vaso de agua boca abajo, ni con tremendos sustos, ni con palmadas en la espalda.

Más mayorcito, en la universidad, me encontré otra vez con mi amigo, el «líder». Algunos de sus seguidores hacían proselitismo convenciendo a otros de las bondades de pertenecer al grupo. Eran muchos ya. ¡Y yo que pensaba que en la universidad había mucha gente inteligente!

Un día tuve un enfrentamiento -verbal, claro está- con uno de sus más fervientes representantes. Mi amigo quiso demostrarme que era mejor que yo, que podía cualquier cosa, incluso contra su propio grupo de seguidores sin personalidad. Creo que él quería demostrarme su poder porque me consideraba superior a sí mismo. Pero fracasó, se dió cuenta por fín que no era libre como yo, que se debía a sus propios corderos, que el rebaño seguía su camino y ya no era guiado por él. Y apostató de sí mismo para convertirse en mi fiel seguidor. Pero yo no lo dejé, «-¡sigue tu propio camino! -le dije-«. Y él se perdió.

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